lunes, 5 de diciembre de 2011

"eso no pasa, eso queda" (los sapos)



Una tarde, en la casa de mis padres en Quito, cuando mi hija mayor tenía unos tres años, compartíamos en familia con un amigo de mi padre, el periodista de la entonces Unión Soviética, Vadim Poliakovski, representante de la revista "Za Rubezhom". Vadim contaba de las cosas que le habían llamado la atención en la excursión al Cotopaxi, de la que acababan de llegar ambos y mencionó a los jambatos, pequeños sapos negros con la panza amarilla que acarreaban a sus crías sobre la espalda.

Al oir la palabra "sapos" mi hija se puso muy nerviosa y me abrazó llorosa. Todos pensamos que se había asustado con el relato de los batracios, pero era tan intensa su reacción que inmediatemente me di cuenta que mas bien respondía a algo mucho más serio que en Chile nos rondaba y que, de no ser por esa anécdota, jamás me habría enterado que le había dejado huella.

Los "sapos" para ella no eran esos pequeños batracios que en las tardes de toda la vida en Quito croaban al cesar la lluvia; no, ese es el nombre que se les daba a los soplones, a aquellos que denunciaban a otras personas en los tiempos de la dictadura en Chile y en nuestro entorno esa era una palabra que con cierta frecuencia sonaba. Ella a su corta edad, y no porque le hubiéramos dicho algo al respecto, había captado ese temor oculto que la eventual presencia de un "sapo" significaba para tantas personas. Les expliqué a todos lo que ocurría y a raíz del impacto de su reacción ese fue el tema de conversación, debido a la impresión que causó en todos nosotros, con el que terminamos el día.

Al tiempo de eso Vadim le envió a mi padre lo que él habías escrito en su revista al regreso a Moscú. En esa nota relataba, muy impresionado, lo que había pasado con mi hija y analizaba como el lenguaje cotidiano, en un medio represivo, podía marcar y de que forma a los niños que crecían en él.

Aun ahora, y cuando ella ya tiene 28 años, al recordar esa tarde y lo sucedido me invade una sensación fuerte y extraña y siento esa misma angustia que sentí entonces al darme cuenta de cómo a mi hija, y a tantos niños, les estaba dejando una huella profunda incluso el lenguaje que usábamos al vivir esa anormalidad cotidiana, que parecía, era lo normal.

¿cómo saber cuando algo deja de ser borrador?