el día de mi abuelo era el gran día. Una semana antes comenzaban los preparativos y se sentía cierto desorden cuando se acercaba, entre el pavo adobado listo para el horno, gente que venía sólo un par de días al año a dar una mano y la preparación de delicias.
Apenas oscurecía empezaba para nosotros lo mejor de la fiesta y corríamos entre los árboles, nos escondíamos entre las enredaderas o bajo el de toronjas que era el que más cerca del portón estaba. No podíamos perdernos la llegada de los invitados, cada uno más elegante y afiatado.
Los nombrábamos calladito, cuidado que se escuche, nos vean y tengamos que saludarlos y nos toque oir los halagos, "qué guapa estás", "igualita a tu mamá", "pero cómo has crecido" o llegue el infaltable pellizcón en la mejilla o un beso lleno de labial encendido mezclado con algún perfume de esos que traían dolor de cabeza o estornudos.
La segunda parte era correr al comedor principal. Esperábamos que dejaran listo el último detalle y apenas salían por la puerta que iba hacia la cocina, nosotros entrábamos por la que venía del cuarto contiguo y tratando que no suene el piso nos acercábamos a la cortina de terciopelo rojo oscuro, como la sangre, que se deslizaba con argollas y barras de bronce y dividía el comedor de la sala, los niños de las visitas y el movimiento del servicio y suavemente deslizábamos alguna esquina para ver a los invitados ya despojados de pieles y abrigos que conversaban y se reían y hablaban haciendo ruido, mientras repetían sin parar, a medida que terminaban de subir las gradas y llegaban a la sala "¡qué viva...!!" mientras abuelo, el festejado, repartía a todos algún tipo de trago.
El nerviosismo que generaba el que se note que estábamos tras la cortina, era nuestra condena y nos tocaba entrar a saludar, antes de hora, a cada uno, sin importar que ya nos haya tocado el beso de la puerta de calle; era necesario recordar los nombres con diminutivo incluido y resignarse a repetir mil veces "buenas noche ...ito/a", "bien gracias y usted" y a tener presente las mejores notas del colegio para responder a las preguntas, cruzando los dedos para que no mencionen matemáticas o geometría, mientras las piernas flaqueaban de tanto frenarlas para no salir a la carrera.
Cuando finalmente éramos otra vez libres nos llamaba la Lola, al comedor del diario, con su tono severo, porque estaba ya servido y teníamos que apurarnos que se acercaba el momento de servir a los invitados. Me gustaba que estuviera su hija, Miche, porque mientras le miraba los ojos celestes, transparentes y felinos y su trenza de lado, ella me regalaba algún dulce o un pristiño a escondidas con la condición que no le se diga a nadie. A los cinco minutos nos veíamos todos con el mismo tesoro comiéndonoslo apurados para que no se note y no nos nieguen el postre.
¡qué viva...!! que nació en un octubre de hace 115 años, pero que siempre se festejó en marzo.